miércoles, 9 de marzo de 2022

Hacer algo, por Mónica Rosenblum

 La capacidad de contar tu propia historia, en palabras 

o en imágenes, ya es una victoria,

ya es una revuelta.

Rebecca Solnit



Es muy probable que este libro se haya comenzado a escribir hace varias décadas. Si tuviera que precisar una fecha, sería agosto de 1977, cuando desaparece mi hermano, José Rosenblum. Yo estaba exiliada en Israel desde junio de ese mismo año. Hacia fines de 1979 me contacté por correo con Amnistía Internacional de Londres y, un tiempo después, me enviaron un informe que habían elaborado: Testimonio sobre campos secretos de detención en Argentina. Fue cuando leí, por primera vez, sobre los traslados y sobre tantas otras cuestiones que hacían a la lógica y a la experiencia concentracionarias. Tenía 19 años, estaba lejos de mis padres, quienes se encontraban en Buenos Aires moviendo cielo y tierra para ver si lograban obtener alguna noticia de mi hermano —en la familia lo llamamos Pepe; en la militancia, Cacho o Cachito; en otros ámbitos, José—.

Fue poco lo que logramos averiguar. Aunque no podamos confirmarlo, es pro- bable que haya tenido destino de vuelo.

En cuanto al informe de Amnistía Internacional, me resultaba imposible creer

todo lo que estaba leyendo y me resultaba imposible no creerlo.

Regresé a la Argentina en 1986. A lo largo de los años, mi relación con todo lo vinculado a la dictadura ha sido cambiante. Hubo épocas de búsqueda, lectura, averiguaciones, conversaciones. Y otras fueron de pausa, tregua, silencio.

En marzo de 1995, cuando Adolfo Scilingo apareció en la televisión confesándose atormentado por haber arrojado personas vivas al mar desde un avión2, me conmocioné como pocas veces. Y escribí el siguiente texto, que se publicó el mismo día en los diarios La Nación y Página 12, en formato de carta de lectores.


Flores

 

Aparentemente, el alma de Scilingo está siendo saqueada por los vuelos de la muerte. Supongamos que así fuera.

Supongamos que sabíamos y que ahora sólo confirmamos la ecuación ar- gentina que enuncia: muerto es a enterrar lo que desaparecido es a arrojar al mar. ¿O deberíamos acuñar el término “enmarar”, siguiendo así con la misma línea creativa que nos llevó en un principio a otorgar a los seres humanos la original cualidad de “desaparecibles”?

Supongamos —abstrayéndonos de motivos y motivaciones— que nuevos vientos comenzaran a soplar en nuestro país. Imaginemos entonces, por el placer de la utopía, que todos los Scilingo lucieran en TV sus miradas chorreando siluetas NN.

Aun así, un deseo profundo se ha venido haciendo oír hasta en el más cruel de los silencios. Y seguirá. Sigue goteando en el alma al mismo ritmo de siempre, con la misma fuerza de siempre, intacto, inamovible; tan claro como el Nesquik de la infancia, que es recuerdo y es apuesta. No hay decreto ninguno, no hay confesión, no hay tiempo o espacio, ley o razón, no hay mirada ninguna, no hay indemnización, no hay caricia o noticia que puedan alterarlo: quiero llevarle flores a mi hermano.

que sumamos miles los que hemos tenido que clandestinizar este deseo. Sé cuánto molestamos cada vez que “abrimos las heridas”. ¿Cuáles heridas?: las nuestras nunca se han cerrado.

Quiero llevarle flores a mi hermano.

¿A qué parcela de fuego, de aire, de tierra o de agua debo dirigirme?

 

Mónica Rosenblum

CI 7.216.722

Buenos Aires, 15/3/95


En 2017 volví sobre el tema de los vuelos. Comencé a leer libros, artículos, testimonios. Al mismo tiempo, seguía muy de cerca el tercer juicio de la Megacausa ESMA. Este juicio gigantesco tuvo cinco años de audiencia y, entre otras, la par-ticularidad de que pilotos que habían participado en vuelos de la muerte se sentaban por primera vez en el banquillo de los acusados. El 29 de noviembre de 2017, se condenó a dos de ellos.

Como parte de esa investigación que ignoraba a dónde me llevaría, participé del curso Introducción a los Estudios sobre Memoria: problemas, perspectivas, debates, en IDES. Las lecturas y los intercambios que tuvieron lugar allí representaron para mí un hito fundamental: tanto en el sentido de encontrar fundamentos para muchas de las sensaciones que había tenido durante años, como en el sentido de algo que pasa a ser trascendente. Pude conceptualizar y, sobre todo, leer —faltaría un tiempo más para que pudiera decir, poner palabras— acerca de miradas y aspectos diversos y complejos dentro del campo de las memorias.

En ese contexto, también, leí Skyvan4, de Miriam Lewin. Así supe de la inves- tigación que ella y el fotógrafo italiano Giancarlo Ceraudo habían llevado a cabo durante más de una década, con la intención de localizar los aviones que fueron usados en los vuelos. También tomé conocimiento del libro Destino final5, de Ceraudo, y, como no logré encontrarlo en librerías, me contacté con él. Me sugirió comunicarme con Miriam Lewin para acceder a un ejemplar.

El libro es de una elegantísima edición holandesa. Estaba envuelto en papel film. Pasaron varios meses hasta que lo abrí. No encontraba “un buen momento”. Cuando, finalmente, lo hice, me detuve en la foto del interior del Skyvan. Y así permanecí varios días: me proponía avanzar en la lectura, pero regresaba a la imagen.

Es curioso, porque mucho tiempo después caí en la cuenta de que la misma foto está en la contratapa del libro de Lewin, al cual había accedido antes que al de Ceraudo. Entonces, si ya conocía esa foto, si había visto, además, algunas otras fotos en diferentes proyectos relacionados con memoria e imagen; ¿por qué la miraba como por primera vez? No lo sé. Solo sé que el verla en ese pliego doble, dentro de ese libro, con esa edición y en ese momento, me impactó como ninguna otra imagen que hubiera visto.

Muy de a poco comencé a mostrar la fotografía a algunas personas cercanas. Me costaba. Sentía que era algo así como “llevar una mala noticia”. Sin embargo, avancé.

Una vez que pude hacerlo, mi sorpresa fue grande. Por un lado, la interesada y amorosa recepción de ese compartir. Y por otro, más preguntas: ¿cómo podíaser que allegadxs a mí, amigxs a quienes sabía cuánto les importa el llamado “pa- sado reciente” no estuvieran al tanto de la condena a los pilotos en la Megacausa ESMA III, del libro de Lewin, del libro de Ceraudo?

¿Para qué estaba leyendo, investigando, inmersa en esa oscuridad? ¿Cuándo iba a terminar? Y, sobre todo, ¿podría terminar cuando lo decidiera? Las pregun tas abrían otras preguntas y no lograba saber en qué coordenadas de esa cartografía ubicarme. Por primera vez, comencé a pensar que, quizás, la imposibilidad de hablar de los vuelos no fuera solo mía.

Durante 2018 decidí acercarme a algunas personas que hablaban, escribían, investigaban sobre los vuelos de la muerte. A esta altura, lo que necesitaba era confir- mar o rectificar mis impresiones. Así fue como conversé con el periodista Fabián Magnotta, quien, en su libro El lugar perfecto6, lleva a cabo una extensa investigación sobre los vuelos en el delta entrerriano, entre 1976 y 1980. También, hacia fines de ese año, me reuní con Macco Somigliana y con Cecilia Ayerdi, del Equipo Argentino de Antropología Forense. A ellxs lxs conozco desde hace muchos años; han sido siempre un faro para tantas familias como la mía.

Lo más importante de estas conversaciones, quizás, fue confirmar que la poca difusión sobre lo relacionado con los vuelos era, o, mejor dicho, es una constante. En una reseña sobre la película Koblic7, el recientemente fallecido escritor, periodista y traductor Marcos Mayer se pregunta por el motivo de las pocas producciones culturales en torno a los vuelos de la muerte. Y nombra dos probables razones: la imposibilidad de dar cuenta del horror, no únicamente de la ejecución de los vuelos, sino también de las mentes que los idearon. La segunda razón que menciona es la “casi imposibilidad” de representar ese momento, doloroso, inasible; de esbozar algún tipo de respuesta a la pregunta “¿cómo habrá sido?”.

Por otra parte, Pablo Llonto, el abogado querellante en el juicio Vuelos de la muerte/Campo de Mayo, que aún está en curso, sostiene que los vuelos “constituyen […] el aspecto más oculto y que mayor cuota de clandestinidad tuvo en este accionar del terrorismo de Estado, que es la etapa final, lo que ellos llamaron la disposición final, o sea, el exterminio de quienes estaban en los centros clandestinos. Los vuelos siempre fueron lo más oculto […]”9.

A estos ensayos de respuesta acerca de la dificultad de hablar de los vuelos —no solo en las producciones culturales, sino, en general— habría que agregar el he- cho de que, si bien hay sobrevivientes que han sido testigxs de los llamados traslados, y otras personas que han testimoniado acerca de esta práctica de exterminio, la —difícil de adjetivar— realidad es que no hay sobrevivientes de los vuelos; nadie ha regresado de allí.

 

 

 

 

Comencé a ampliar el círculo de las personas con las que compartía tanto la foto de Ceraudo, como también algunas de mis preguntas y reflexiones. Y, a principios de 2019, tuve claro que necesitaba dejar de pensar y de intentar “entender”, y pasar a plasmar todo esto en una obra concreta.

Mi inquietud acerca de si iba a poder escribir a partir de esa imagen perdió fuerza; sería un proyecto colectivo: una compilación de textos de artistxs argentinxs escritos a partir de la foto del interior del Skyvan.

Una vez tomada la decisión de producir y publicar una antología cuyo eje fuera aquella imagen, algunos criterios y pasos a seguir surgieron con relativa claridad:

 

    Retomé contacto con Ceraudo. Le conté sobre el proyecto, le pregunté su parecer y le pedí que me enviara el original de la foto. Su respuesta fue muy positiva y cálida, y al cabo de un tiempo, me lo hizo llegar.

    La idea de convocar autorxs de diversas edades y experiencias personales, y que las voces reunidas en la antología no fueran, necesariamente, ni en su mayor parte, de familiares o sobrevivientes. Esta determinación se basa en un intento de ampliar el círculo de las voces autorizadas para decir.

Mariana Eva Pérez, en una conversación-entrevista cuyo elocuente nom- bre es “Entrelazar escrituras, desacralizar miradas”10, sostiene que “en la soledad de otros discursos públicos hay como una renuncia de otros actores a tomar la palabra”. Y agrega: “Es fácil decir que se monopolizó la palabra pública por parte de ciertos actores, pero también tiene que haber otros actores reclamando la palabra”.

    El título Una imagen para decirlo se me presentó con contundencia. Lo llama- tivo es que cuando lo enunciaba siempre ponía mucho énfasis en la palabra imagen. Como si discutiera con algo o con alguien. Dos años más tarde, me di cuenta del motivo. Ese título dialoga con otro: el del libro Palabras para decirlo: lenguaje y exterminio11, de la poeta, investigadora y psicoanalista Perla Sneh. Cuando reparé en esto, me comuniqué con ella y se lo comenté. Tuvimos una hermosa conversación, que derivó en que se sumara como autora de uno de los textos que componen esta antología.

    La importancia de que lxs autorxs recibieran la foto impresa: durante el plazo que tendrían para escribir estarían en contacto con la materialidad de la imagen, y eso, en sí mismo, ya sería una especie de intervención; constituiría parte del desafío que implicaba la elaboración del texto.

    La necesidad de conformar un equipo de trabajo para encarar este proyec to colectivo, que requeriría no solo de una tarea de producción y edición significativa, sino también de soporte, apoyo y consulta permanentes.

 

 

 

 

Durante la segunda mitad de 2019, con Laura Mazzini conformamos el equipo inicial. Decidimos imprimir cien fotos y organizar las comunicaciones y los envíos. Poco tiempo después, se sumó Alejandra Correa.

En el verano de 2020, cuando quisimos lanzar la convocatoria, sobrevino la pandemia del COVID-19. El plan quedó suspendido. No solamente por la im- posibilidad de juntarnos o de repartir la foto, sino también y, sobre todo, porque parecía un pésimo momento para agregar algo de estas características a lo que ya estábamos viviendo.

Sin embargo, a mitad de año, nos propusimos ponerlo en marcha o, al menos, ver la recepción que tendría la invitación a participar. Los desafíos de esta etapa consistían, por un lado, en lograr una comunicación clara y precisa y, por otro, en armar una lista de posibles autorxs. En julio de 2020, lanzamos la convocatoria por grupos, comenzando por las personas más cercanas.

La respuesta superó nuestras expectativas. La gran mayoría de lxs convocadxs contestaba con entusiasmo, emoción y agradecimiento por ser parte del proyecto. Algunas personas dijeron que no, y unas pocas, que inicialmente habían acepta- do, no lograron escribir.

Intentamos que hubiera diversidad en todos los aspectos. No siempre fue fácil y no siempre fue posible. En plena pandemia, el correo al interior del país falló varias veces. En esas ocasiones, compartimos la imagen de manera digital.

A partir del envío, la recepción y la lectura de los textos, se generaban con- versaciones, que, entre otras cosas, reforzaban mi propio sentimiento de gratitud hacia lxs autores.

Con Laura Mazzini, Alejandra Correa, Gabi Luzzi y Juana Roggero conformamos el equipo editorial y de producción. Paralelamente, Natalia Fortuny aceptó la invitación a elaborar el posfacio.

Teniendo en cuenta que toda antología es un recorte, preferimos concebir a Una imagen para decirlo como punto de partida más que de llegada: un inicio, una apertura.



2

 

Hay una paradoja muy profunda en escribir un libro sobre algo trágico y que la experiencia sea gozosa.

Anne Carson

 

 La alegría de confirmar que lo que pide ser dicho, finalmente, se dice. Y que lo que pide saberse, finalmente, se sabe.

Alegría de haber podido, con otrxs, lo que pensaba imposible. Llevar a cabo este proyecto resultó una experiencia gozosa. Esa es, para mí, la gran sorpresa de la producción de este libro.

 

 

  ¿Una imagen vale más que mil palabras?

Sí.

Pero no.

Una imagen para decirlo contiene cerca de 30.000 palabras escritas alrededor de

una misma fotografía. En esta obra colectiva, nada vale más que nada y el todo

preciosas piedritas, diminutos diamantes incrustados en sus letras es lo trascendente.

Sesenta y tres artistas argentinxs cuentan un fragmento de nuestra historia de formas diversas y con sus miradas particulares.

Eso ya es una victoria, ya es una revuelta.

 

 

Texto introductorio a la antología "Una imagen para decirlo", por Mónica Rosenblum

4 comentarios:

  1. Mucha emoción al leerte Moni! Gracias x este regalo que me haces con esta introducción! Anticipo del libro!
    ...me regalas tu corazón y el mío se ensancha!

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  2. Importantísimo lo que decís, Mónica. Y la manera como lo decís. Es fundamental contar estas historias. Que se sepa lo que pasó. Y que las personas tenemos derecho de saber dónde están nuestros seres queridos.

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